¿Puede alguien decir cómo nacen las leyendas? Un buen día están ahí, entre nosotros. Como las flores del campo, brotan, sin que se sepa cuál mano las forja y las pule...
Corría el año de 1635 y a 164 metros de la actual plaza de Santiago, en una casona de cal y canto, estaba el hogar de don Alfonso de Arévalo y Narváez, su esposa Candelaria y seis de sus hijos, cinco de los cuales eran varones.
La niña tenía por nombre Josefa Margarita Petronila Aurora Carlota de Arévalo y Fuensalida y era —a sus 12 años— un portento de belleza. Se le admiraba no sólo por lo rubio de sus cabellos, sino por el exquisito verdor de sus ojuelos.
Un defecto tenía y de los graves: era soberbia hasta decir basta. Hablaba siempre con visible altanería y despreciaba a las 15 indígenas que formaban el servicio doméstico en el caserón paterno. Como dice la canción: se creía superior a cualquiera.
Cuando aquellas le preparaban su hamaca de lino con hebras de plata, cuando recogían su bacinilla de porcelana, cuando le ceñían sus chinelas de seda, Josefa Margarita Petronila Aurora Carlota les alzaba la voz de humillante manera. Ellas —qué remedio— callaban.
Una tarde, Josefa Margarita y nueve de sus nanas fueron a caminar por la plazoleta donde, en aquellos años de la colonia, acostumbraban vender frutas, verduras y baratijas los campesinos que venían a Mérida desde los pueblos. Como le llamaron la atención unas muñecas de barro que ofrecía una anciana de ojos muy negros, la niña, llena de arrogancia, preguntó: —¿A cómo vendes estas muñecas, mestiza? La anciana respondió con mucha cortesía: —Estás más linda que un amanecer, mi niña. Esta muñeca vale medio real, pero es gratis para ti, Josefa Margarita...
Sorprendida porque la habían reconocido, la niña contestó enseguida, en el umbral de la ira: —Pues fíjate que no necesito que me regales nada, india de porquería. Yo soy una Arévalo y Fuensalida. Quédate con tus mugres muñecas.
La anciana bajó la cabeza y con un “chilib”, sin que nadie la viera, dibujó en el suelo de tierra los siete ojos de la madre tierra. Josefa Margarita ignoraba que aquella mujer no era una simple campesina, una vendedora más, sino Xlabaxorón, la más poderosa bruja del poniente de Yucatán, conocedora de muchos sortilegios y conjuros mágicos.
Cuando amaneció Dios al día siguiente, ocho sirvientas fueron a despertar a Josefa Margarita con almibarados cantos y música de guitarras, pero se llevaron un susto enorme. Al abrir la hamaca de lino con hebras de plata, al extender el fino camisón, lanzaron un grito que se escuchó hasta en el palacio del gobernador.
—¡Una tucha, Dios mío, en la hamaca de la niña Josefa hay una tucha horrible y apestosa! En efecto, en mitad de la rica hamaca, semioculta entre el camisón de Holanda, estaba una mona de ojos sucios y pelo ensortijado que despedía un olor parecido al vómito de 10 borrachos o al pelo quemado de una vieja con sarna.
Con palos y chancletas persiguieron las sirvientas a la mona, que corrió por toda la casa dando alaridos, botando floreros y candelabros, hasta que, perseguida por los tres perros de la casa —Matagatos, Rasgabuches y Berganza— escapó al refugio de los techos.
¿Dónde estaba Josefa Margarita Petronila Carlota de Arévalo y Fuensalida? ¿Qué le había pasado a esa niña? ¿Acaso la había devorado esa tucha asquerosa? Dos reconocidos médicos que llegaron para discutir el caso afirmaron que las tuchas no comen carne, sino únicamente tamarindos, nance, plátanos, pedazos de sandía y ciruelas con sal y chile.
El gobernador interino Fernando Centeno Maldonado mandó 80 alguaciles en su búsqueda. El arzobispo ordenó a los monjes franciscanos que rezaran día y noche a Nuestra Señora de la Difícil Esperanza, pero Josefa Margarita no aparecía. A gritos la llamaban por las esquinas y en las calles más alejadas de Mérida. Cuatrocientos mancebos revisaron pozos y aguadas. Salió gente a caballo hacia los puertos de Sisal, Telchac y Dzilam.
Josefa no estaba lejos. En el techo de su casa, sentada sobre la fea cola que le había aparecido por mágicas artes, devoraba cucarachas verdes, alacranes, caca de murciélago y aguacates a medio podrir, mientras contemplaba a sus padres y hermanos comer puchero de tres carnes, escabeche de pava, longaniza asada, potaje de repollo y lengua de vaca.
Tras 15 días de dormir a la intemperie y comer inmundicias, después de llorar su soberbia y tantas altanerías, la niña transformada en mona clamó a los cielos: —Por favor, no resisto más. Quiero ser otra vez Josefa Margarita Aurora Carlota de Arévalo y Fuensalida. Me arrepiento de mi maldad.
Sólo salir el sol, las sirvientas encontraron a la niña que dormía —sucia, cagada y sin zapatos— junto a su hamaca de lino. La alegría en la casa y la ciudad fue inmensa. Las campanas de todas las iglesias tocaron a rebato, el gobernador ordenó que el día se anotara como laudable en los calendarios y el arzobispo concedió 1,200 indulgencias de media carga y plenarias.
Ya bañada y restablecida, Josefa Margarita suplicó que la llevaran a la plazoleta de Santiago, encontró a la anciana de negros ojos y le dijo muy quedito: —Gracias, madrecita. Ya aprendí la lección. ¿Puedes darme la muñeca?
Desde entonces, extendido el rumor, al cruce de las actuales calles 57 y 66, donde estuvo la casa de la niña, se le conoce sencillamente como esquina de “La tucha”.
Mérida, Yucatán.-
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